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ciantes de esclavos, que los llevaban a Fez, Marrakesh y Tafilete.
Era difícil comprender cómo Ryp y Van Stein habían llegado a dominar a aquellos bandidos moros, cru-
eles y cobardes; pero la verdad es que los tenían en un puño. Los moros nos hubieran hecho pedazos con
mucho gusto, pero Ryp nos protegió. El cocinero supuso que Allen tenía la indicación exacta de dónde se
encontraba el tesoro, y mandó registrarle; pero no se le encontró nada. Entonces quiso pactar con él y con-
vinieron en que si Allen encontraba los cofres enterrados, se hicieran dos partes: una para ellos, otra para
nosotros.
Allen, tan pronto decía que sí como decía que no. Había llegado a dar más importancia al tesoro que a
su vida.
-¿Quieres que te diga dónde está el tesoro, para quedarte con él y luego matarme? -solía decir por la
noche-. No, hijo mío, no.
Nosotros, Smiles y yo, le decíamos que se entendiera con Ryp; yo, por mi parte, estaba deseando salir
de allí, aunque fuera con las manos vacías. Allen no quería.
Un día nos dijo que sí, que estaba dispuesto a decir dónde estaba el tesoro. Llamó a Ryp y quedamos
de acuerdo en ir todos a la orilla del río, escoltados por diez moros armados. Llegamos a la arruinada for-
taleza, y Allen exigió que le dejaran solo. Estuvo un cuarto de hora, y después se encaminó hacia el río, y
apoyándose en una piedra de la orilla, dijo: «Aquí está».
No acababa de decir esto cuando Van Stein le disparó un pistoletazo a boca de jarro y lo dejó muerto.
Smiles y yo echamos a correr, temiendo que siguieran con nosotros. Ryp, Van Stein y los moros se
pusieron a cavar furiosamente, mientras nosotros nos alejábamos corriendo por la orilla del río. Llegamos
rendidos cerca del mar, y nos encontramos en un arenal inmenso, formado por dunas que el viento lev-
antaba y deshacía. Nos guarecimos los dos en una grieta de la arena y estuvimos así escondidos horas y
horas, con el oído atento.
De pronto, en la calma de la noche, oímos voces. Eran Ryp y Van Stein.
-¿No se ve a nadie? -preguntaba Ryp.
-A nadie.
-Habrán atravesado el río, quizá.
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Las inquietudes de Shanti Andía
Pío Baroja
-Y, después de todo, ¿qué nos importa por ellos? -dijo Van Stein.
-¿Qué nos importa? -replicó el otro-. A mí no me chocaría nada que el moreno sepa dónde está el tesoro.
Smiles y yo oímos la conversación; al dejar de distinguirse las dos voces, Smiles me dijo:
-No han encontrado nada.
-Es indudable.
No supe si alegrarme o entristecerme; no habiendo encontrado el tesoro, nos buscarían con más ahín-
co. Al hacerse de noche salimos de nuestro escondrijo, y, metiéndonos en la arena hasta la cintura, avan-
zamos por la playa. ¿Con qué objeto? No teníamos ninguno. De pronto, Smiles exclamó:
-¡Maldición! La luna llena. Nos van a descubrir.
Efectivamente, la luna salió, iluminando la playa con una fuerza tal que se veían todos los montículos y
piedras.
Yo, en aquel momento, me acordé de que el patrón de la goleta alquilada en Canarias se había com-
prometido a acercarse a la desembocadura del río todos los meses en el plenilunio. Todavía estábamos en
el quinto mes. Si había cumplido su palabra y la goleta estaba allá, podíamos darnos por salvados. Smiles
y yo, saltando por encima de aquella arena movediza, llegamos a la desembocadura del río.
Allá estaba la goleta; sin duda se disponía a partir.
-¡Socorro! ¡Socorro! -gritamos Smiles y yo desesperadamente, uniendo nuestras voces.
Al principio no nos debieron oír; después vimos a la luz de la luna que el barco se acercaba a nosotros
con las velas desplegadas.
La gente de Ryp debió darse cuenta de nuestros gritos y comenzó a dispararnos. Smiles y yo nos
echamos al agua y, nadando, llegamos a coger la goleta.
Cuando yo me encontré sobre cubierta, prometí no volver a aquel maldito paraje. Llegamos a las
Canarias, y de las Canarias a Liverpool. Yo pensaba que con la relación de nuestras fatigas y con la muerte
de Allen, la familia de mi novia se habría curado del deseo de encontrar tesoros, pero fue todo lo contrario.
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