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de petróleo y montones de carbón constituían su moneda y sus bienes, porque
aprendieron que estas negras sustancias eran los residuos, repletos de energía vital, de
los seres animales y vegetales. Nunca quemaban dichas sustancias, sino que las
aprovechaban para el comercio y las enterraban en pequeñas cantidades junto a los
muertos, para «sembrar» en éstos una inmortalidad semejante.
Pero los cri no me interesaban. Me irritaban por su atroz inglés y peor español, y por
sus olores corporales, diferentes de los míos, aunque supongo que no peores. Hice lo
posible por no tenerlos en cuenta, En cuanto a permanecer oculto y razonablemente
horizontal, diré que, salvo cuando las patrullas rusas se acercaban, pasaba el día
merodeando por el campamento con el Tácito y mirando ceñudamente a los
circunstantes. Frecuentemente echaba una ojeada a la plateada proa aguzada del
«Tsiolkovsky» o el «Goddard», que esperaba en la base espacial para llevarme a mi
patria; de todos modos, ésa me parecía la razón por la que estaba allí el cohete.
«Entre tanto  pensé estaba malgastando un tiempo precioso, que podía aprovechar
para reivindicar mi derecho al surtidor radiactivo, pues, pese a la cháchara de
Fanninowicz sobre la radiestesia y cosas parecidas, resultaba evidente que la Mina
Perdida de Pechblenda del Ruso Loco era la clave que impulsó a los téjanos a taladrar allí
un orificio.
Mis colegas me sugirieron que me olvidara de la mina, que afrontara el hecho de que
Rusia jamás permitió a extranjeros explotar sus riquezas mineras, y que me considerara
muy afortunado si me agenciaban un visado extraordinario y me trasladaban a
Circumluna; escuché todas estas sugerencias razonables con gran hostilidad y con la
creciente sospecha de que querían que abandonara la Tierra para apoderarse de mi
riqueza.
Y en cuanto a las sugerencias de que tuviera paciencia  la de Mendoza, de que
aprendiera cri, la de Rachel, de que practicase tiro con arco, la de Guchu, de que tomara
LSD , respondí a ellas refunfuñando.
Quizás hubiera contraído por entonces un leve delirio crónico, debido a infecciones
cutáneas y a un nivel particular de riego sanguíneo en el cerebro; pero lo dudo. Creo que
mi dolencia era puro egotismo, hinchado por mi parte y exacerbado por el síndrome
gravitacional. Según esto, yo era un actor ilustre y heroico, pero me trataban como a un
gorrón.
De todos modos, cuando Mendoza y el padre Francisco fueron a regatear el primer día,
y no volvieron; cuando Guchu, Rosa y Rachel  ¡e incluso Fanninowicz! marcharon el
segundo día en el ACAC, y ni regresaron ni mandaron noticias, decidí pasar a la acción.
Invité al Tácito a jugar una partida de gin rummy y tomar después unos tragos. Cuando
estuvo borracho del todo, le llevé a la cama, cogí sus pistolas relámpago, equipé mi
dermatoesqueleto con las últimas baterías nuevas y aguardé a que amaneciera.
Al rayar el alba, salí de nuestra tienda, amenacé con mis espadas telescópicas a los cri
que quisieron detenerme, y marché directamente a Amarillo Cuchillo.
El amanecer era rojo cuando llegué al poblado; en él encontré un rótulo nuevo, muy
correcto, en el que se leía, en diez caracteres cirílicos: «zholty nosh». Como los téjanos,
los rusos tradujeron Yellowknife literalmente.
Encontré también la primera pareja de soldados rusos. Debo admitir que su extrema
corpulencia y su vellosidad aún más extrema me asustaron en el primer momento. Desde
que Suzy la lacrimosa, la azafata espacial, mencionó a aquellos «terribles rusos
velludos», supuse que todas las alusiones que oí acerca de la vellosidad de los soviéticos
eran otra ridícula expresión de cierta calamidad propia del terrícola: la xenofobia.
Pero no. Los pies, las manos y el rostro  y no digamos la cabeza, el cuello y las
orejas de estos dos soldados de infantería estaban enteramente cubiertos de vello
espeso, que también abultaba sus uniformes veraniegos de tosca confección. Sus uñas
eran muy gruesas, y se acercaban a la configuración de unas garras, aunque,
naturalmente, no hasta el punto de estorbar las manipulaciones humanoides.
Pasado el primer susto, el efecto resultaba delicioso. El ojo humano parece muy
sentimental cuando está rodeado de pelo (tiene algo del efecto del ojo del delfín),
mientras que el pelo por sí solo proclama modestamente de su poseedor: «Soy un mero
animal, nada especial, camarada; no hay nada en mí del antropocéntrico y altanero doctor
brujo, creador de dioses y demonios».
También los soldados parecieron aceptar fácilmente mi exotismo, después del
momentáneo susto inicial. «Animales sumamente cosmopolitas», pensé.
Y cuando uno de los dos respondió a mi «Sdrastie, tovarich» con un suave y gutural
«Spasiva» y en respuesta a mi pregunta me dio simplemente las indicaciones necesarias
para llegar al Registro de Reclamaciones Mineras, me sentí absurdamente agradecido,
como si estuviera en un país fabuloso de animales parlantes.
Naturalmente, estos rusos eran muy diferentes de los eslavos flacos, obesos y atléticos
de Circumluna, generalmente desprovistos de pelo; pero, en algunos aspectos, me
gustaban más: éstos parecían menos altaneros, menos vanidosos y puritanos en punto a
moralidad.
Uno de los soldados permaneció en su puesto; el otro se me acercó con camaradería,
llevando su rifle láser de manera descuidada y relajada.
Señalé la distante proa plateada de la nave espacial que destacaba sobre los bajos
edificios que nos rodeaban, y pregunté:  ¿«Goddard»?  Niet  replicó. 
¿«Tsiolkovsky»?  sugerí.
 Da  confirmó, con una especie de gruñido, examinándome con severidad un
momento, antes de reanudar su placidez sonriente y animal.
Atravesamos varias zonas bombardeadas por los láser. Encontramos otras diez
parejas de soldados peludos antes de llegar al Registro, y en cada ocasión se repitió el
primer procedimiento, de modo que, cuando entré en el sucio edificio, llevaba una escolta
cuyos individuos me parecieron ositos encantadores y dóciles, de estatura humana media
pero de anchura mayor que la humana. La doble circunstancia de que yo midiera sesenta
centímetros más que cualquiera de ellos, y que ninguno se mostrara sorprendido por mi
estatura o mi dermatoesqueleto, acentuaba indudablemente mi fabuloso sentimiento de
confianza.
Y cuando uno de los dos respondió a mi «Sdrastie, tovarich» delante, al lado y detrás
de mí, y que permanecieran luego en círculo a mi alrededor mientras me era presentado
cierto capitán Taimanov, un ruso de espléndida pelambrera dorada que parecía
encargado de los asuntos del Registro. Creí que, simplemente, experimentaban una
curiosidad pueril hacia mi persona.
Taimanov me hizo tomar asiento, pidió vodka y caviar, y me ofreció una caja de la que
tomé un cigarrillo largo y fino.
Chasqueó los dedos peludos, y un soldado se apresuró a encendérmelo. Con cierta
decepción por mi parte, vi que no era hierba, sino tabaco; no obstante, lo fumé
condescendientemente.
El capitán Taimanov era todo sonrisas y cortesía. Charlamos superficialmente de I van [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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