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correrse las amonestaciones.
-No seáis tan súpito; respondió Ana sonriéndose; una boda, compadre, no es
un buñuelo que se echa a freír.
-¡Ea! cada mochuelo a su olivo, dijo Pedro levantándose después de un rato.
Señores, una reja hay en la calle que no quiere ya estar sola.
-Esta noche, tío Pedro, se fueron las tristezas con el francés al fondo del
pozo, y ni él ni ellas volverán a safir, dijo Rita riéndose.
-Amén, amén. Así lo espero, respondió el buen anciano.
Capítulo II
Al reunirse a la noche siguiente, trajo Ventura consigo un perrito de aguas
negro, que se llamaba Tambor. Nunca, jamás por jamás, se había dado que un
perro estraño se hubiese introducido en aquellas veladas. Así es, que apenas
entró coleando, bien lavado, bien pelado y con todo el desembarazo de un
pulido elegante, cuando Melampo, que tenía en poco esos méritos y en muy
escasa estima los paseantes en cortes, le embistió de fuerte y feo, y lo dejó
aplastado con una de sus patazas, pero sin tener por eso la idea ambiciosa de
afectar la actitud ni el aire del león de Waterloo.
En vano le pegaba Perico, en vano le daba de puntapiés Ventura, en vano le
tiraba Pedro el sombrero y le gritaban las mujeres: Melampo estaba ofuscado,
había perdido su acostumbrada moderación y docilidad. ¡Quién lo hubiese
creído! Se emancipaba. Sólo cuando Ángel se echó sobre él, le pasó los bracitos
al cuello y le gritó al oído: «pícaro, vete a tu rincón,» soltó Melampo su presa y
obedeció, retirándose cabizbajo, como avergonzado de haber vencido a un
inferior. Allí se acostó, volviendo la cara a la pared, para no ser testigo de los
halagos que recibía y de las habilidades que sabía hacer un perro de pelo
rizado, pelado, con pulseras y hopo, que le chocaba altamente.
-En primer lugar, dijo Perico, ¿me querrás esplicar, Ventura, cómo te
apareciste ayer aquí como llovido del techo, sin que nadie te abriese la puerta?
-Pues mira que es difícil de acertar, contestó Ventura. Cuando llegué, me fui
a casa; la tía Curra, a quien mi padre da una vivienda para que le cuide, me
abrió, y para estar aquí más presto y cogeros descuidados, salté por cima de la
tapia del corral, como hacía cuando chiquillo.
-Bien decía yo anoche, observó María, que oía la puerta del corral y andar en
el patio.
-Ahora, dijo Perico, cuéntanos lo que te ha pasado, ¿Has sido herido?
-¿Si ha sido herido? respondió el tío Pedro; miradle el pecho, y veréis el hoyo
que le hace la cicatriz de una bala que recibió en él, y que no lo dejó en el sitio
gracias a este botón; miradlo hundido y hecho como una cazoleta que le
amortiguó la fuerza. Mirad su brazo, mirad la herida...
-¡Y qué, padre, interrumpió Ventura, si ya están curadas!
Cuando huí, prosiguió, tiré río abajo, llegué a Sanlúcar, y me embarqué para
Cádiz. Allí me entré en el regimiento de Guardias, mandado por el duque del
Infantado. Trabé amistad con un soldado distinguido, de buena casa, y nos
queríamos como hermanos. A poco nos embarcamos para Tarifa, con el fin de
que tomásemos a los franceses por la espalda, cuando los atacasen los ingleses
de frente, de lo que resultó la batalla de la Barrosa, en que se huyeron los
franceses a Jerez, y nos apoderamos de su campamento.
-¿Vamos, le dije yo a mi amigo en medio de la pelea, vamos a quitarle a
aquel francés esa águila que levanta tan erguida, y que me está dando en ojo?
Vamos, dijo; y sin encomendarnos a Dios ni al diablo, dimos sobre el porta, y mi
compañero le mató y quitó el avechucho.
Pero a un volver de cabeza nos hallamos rodeados de franceses que querían
el milano. Pero acá dijimos: de eso no ha de haber nada: camaradas, lo que es
el pájaro cayó en la jaula y no ha de salir, mas que viniese Pepe Botellas o
Napoladron en persona por él.
Lo pusimos contra un acebuche; nosotros delante, y dijimos: ahora, venid por
él... y ¡vinieron! (porque arrojados son esos demonios, más que sea por una
mala causa). Mataron a mi pobre amigo, y también me hubiesen matado a mí,
claro es, porque eran muchos. ¡Lo que yo sentía era el pájaro! pero estaba de
Dios que ése ya no había de cantar en francés el Mambrú, porque vinieron los
nuestros y los echaron. ¡Pero mal parado me dejaron, cristianos! que yo no
sabía que tenía tanta sangre en mi cuerpo. Me llevaron con mi águila ante el
coronel, que me dijo me había portado bien y que se me daría la cruz de San
Fernando por haber cogido el aguilucho. No le cogí yo, mi coronel, le dije, sino
mi amigo el distinguido, el que ha muerto... y perdí el sentido (6). Cuando volví en
mí, me hallé en el hospital. De la cruz no había nada.
-Tu culpa fue, dijo Rita. ¿Porqué le dijiste al coronel que no habías sido tú?
Ventura miró a Rita como si no comprendiese lo que decía.
-Hiciste lo que debiste, dijo Pedro. Prosigue.
Una lágrima corrió por las mejillas de Elvira.
-Apenas convalecí, nos embarcaron para Huelva, y me hallé en la batalla de
la Albuera contra la división del mariscal Soult. Poco después me hicieron [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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