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- De manera que no está usted seguro - dijo pesadamente Rogers, que
permanecía sentado en la misma silla que el hombre había ocupado la noche
anterior.
- No.
- ¿Y no puede hacer una conjetura?
- Pienso en los hechos. Es un hecho que me reconoció. Quizá intentó
engañarme. No vi razón alguna en colocarle pequeñas trampas, de forma que
no fingí ser otra persona. Mi fotografía ha aparecido varias veces en el
periódico local. La última alusión a mi fue en un artículo titulado «Educadores
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locales retirados después de un largo servicio». De manera que se hallaba en
condiciones de conocer mi nombre. ¿Y debo juzgarle incapaz de una elemental
investigación?
- No visitó las oficinas del periódico, mister Starke.
- Mister Rogers, el trabajo de policía es su ocupación, no la mía. Pero si
ese hombre es un agente soviético, entonces cabe pensar que le han
preparado convenientemente el camino.
- Esa idea ya se nos ha ocurrido a nosotros, mister Starke. No hemos
hallado ninguna prueba concluyente de algo como eso.
- La carencia de prueba contraria no establece la existencia de un hecho,
mister Rogers, usted da la sensación de ser un hombre que intenta inducir a
alguien a tomar la decisión que usted desea.
Rogers se frotó la parte trasera del cuello.
- Muy bien, mister Starke. Muchísimas gracias por su cooperación.
- Me sentía mucho más satisfecho con mi vida antes de que usted y ese
hombre viniesen aquí,
Rogers suspiró.
- No es mucho lo que ninguno de nosotros podemos hacer al respecto,
¿verdad?
Se fue, se aseguró de que sus hombres de vigilancia se hallaban
adecuadamente situados y emprendió la marcha hacia Nueva York, avanzando
por el camino de portazgo a marcha lenta y cautelosa.
La vieja granja de Matteo Martino había permanecido abandonada durante
ocho años. Las vallas estaban derribadas y los campos llenos de cizaña. El
granero hacía tiempo que había perdido todas sus puertas, y los cristales de
todas las ventanas de la casa estaban rotos. En el granero no quedaba ya
pintura alguna, y en la casa muy poca. La que había estaba cuarteada,
desconchada e inútil. El interior de la casa se encontraba lleno de basura,
humedecido por el agua y sucio. Los chiquillos habían penetrado a menudo en
ella, a pesar de las patrullas de policía del condado, y escrito mensajes en las
paredes. Alguien se había llevado los tubos de plomo de las fregaderas, y
alguien había rayado con un cuchillo los pocos muebles que quedaban.
El suelo estaba lleno de canales a los que las aguas de las lluvias habían
arrastrado arena lavada. La cizaña había extendido sus duras raíces en la
tierra. Alguien había iniciado una pila de hojarasca a lo largo de los restos de la
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cerca trasera. Los manzanos que había junto al camino aparecían nudosos y
retorcidos, con las ramas rotas.
Lo primero que hizo el hombre fue ocuparse de que le instalaran un
teléfono. Empezó a encargar artículos de Bridgetown, prendas, monos,
camisas de trabajo, pesados zapatos, y después herramientas. Nadie puso en
duda la legalidad de lo que estaba haciendo: sólo Rogers hubiese podido
oponerse a ello.
Los hombres encargados de vigilarle le observaban trabajar. Le veían
levantarse al amanecer cada mañana, prepararse el desayuno en la
improvisada cocina, salir con el martillo y clavar clavos, cuando era ya
demasiado oscuro para que nadie pudiese ver lo que hacía. Le veían clavar
estacas y desenrollar alambre de púas, a la par que destruía la cizaña. Le
veían colocar nuevas vigas en el granero, trabajando solo. Al principio
trabajaba lentamente, y después con mayor y mayor insistencia, hasta que el
sonido del martillo parecía como si no fuese a detenerse ni un momento en
todo el día.
Quemó todos los viejos muebles y el viejo linóleo de la casa. Encargó una
cama, una mesa de cocina y una silla, las colocó en la casa, y ya no se
preocupó de otra cosa sino de ir colocando gradualmente nuevos cristales en
las ventanas cuando la reconstrucción del granero le daba un momento de
respiro. Cuando hizo eso, compró un tractor y un arado. Empezó a limpiar de
nuevo las tierras.
No abandonaba jamás la granja. No hablaba a ninguno de los vecinos que
trataban de satisfacer su curiosidad. No trataba directamente con el almacén
general. Cuando se presentaban los camiones de Bridgetown para traer los
encargos que había hecho por teléfono, daba instrucciones para que los
descargaran y nunca salía de la casa mientras los camiones se hallaban en el
patio.
CAPITULO XII
Lucas Martino permanecía mirando el enmarañamiento de barras
colectoras que proporcionaban energía al K-Ochenta y ocho. En el pozo que
había debajo del estrecho paso entre las máquinas, oía a los técnicos trabajar
en torno al espeso, esférico y aleado tanque. Uno de ellos maldijo agriamente
cuando se desgarró el mono en un sobresaliente perno. El tanque estaba lleno
de ellos. Los modelos de producción no tendrían sin duda alguna forma
aerodinámico ni estarían pulcramente pintados, pero en esa instalación
experimental nadie había considerado necesario efectuar acabados superfluos.
Excepto quizá aquel técnico.
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Mientras él observaba, los técnicos salieron del pozo. El teléfono sonó junto
a él, y cuando contestó a la llamada, los hombres que habían revisado el pozo
le dijeron que la zona del tanque estaba despejada.
- Muy bien. Gracias, Will, ahora voy, a poner en marcha las bombas.
La parte exterior del tanque comenzó a helarse. Martino marcó el número
del capataz de la cuadrilla encargada de la energía.
- Listo para la prueba, Allan.
- Los voy a poner manos a la obra - contestó el capataz -. Tendrá plena
energía siempre que lo desee a partir de treinta segundos desde... ahora.
Buena suerte, doctor Martino.
- Gracias. Allan. Colgó el teléfono y quedó mirando la vieja pared de
ladrillos que había al otro lado de la enorme habitación. Allí había gran
abundancia de espacio, pensó. No como en los Estados, cuando trabajó en las
escasas configuraciones porque las ecuaciones de Kroenn demostraron que
podía hacerlo. Por alguna razón sabía que estaba equivocado, pero no podía
demostrarlo. Hubiera tenido que conocer más matemáticas. Claro que sabía
bastantes, ¿pero quién podía ponerse a la altura de Kroenn? Recordó que
durante semanas se había sentido sumamente encolerizado contra sí mismo al
descubrir su propio error.
Eran cosas que sucedían. El mejor de los científicos cometía una
equivocación de vez en cuando. Bien, se había necesitado un Kroenn para
descubrir la equivocación de Kroenn... Todo aquello había quedado atrás.
Tomó el micrófono que ponía en acción los altavoces y pulsó el botón.
- Prueba.
Su voz retumbó a través del edificio. Depositó el micrófono y puso en
marcha la cinta magnetofónica.
- Prueba número uno, K-Ochenta y ocho experimental, configuración dos. -
Dio la fecha -. Aplico la energía a... - Miró su reloj - las veintiuna horas, treinta y
dos minutos.
Accionó el interruptor y se inclinó sobre la barandilla para mirar en el
interior del pozo. El tanque explotó.
CAPITULO XIII
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Una vez más fue un verano lluvioso en Nueva York. Un día gris seguía a un
día gris, e incluso cuando el sol aparecía, las nubes esperaban en el borde del
horizonte. El tiempo parecía haberse hecho malo en todo el mundo. Los vientos
cálidos barrían las grandes praderas del Norte, y debajo del ecuador había
nieve, y hielo, y nieve y hielo de nuevo. Los océanos nunca permanecían
serenos, y de un litoral a otro las olas chocaban contra las escolleras con el
duro e incesante golpeteo de una artillería de elevada velocidad. Los icebergs
se desprendían de los cabos polares, y los pájaros migratorios volaban más
cerca de la tierra. Había tumultos en Asia y violentos incendios en Londres.
Shawn Rogers abandonó Nueva York un fecundo día, las llantas de su
coche rechinando sobre el húmedo asfalto. A pesar de que el limpiador de su
parabrisa no paraba un instante, el mundo parecía confuso, deslizante e
impermanente. Su coche era casi el único que avanzaba por la carretera,
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