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trágicos. Es impensable que alguien carente de un verdadero conocimiento de amarras y cabos recurriera
a un nudo tan complicado para colgar el cadáver, y encima con el riesgo de ser visto. Por tanto, el asesino
debía de tener mucha familiaridad con el cordaje de una embarcación. Además, para uno que no fuera un
consumado marinero y no conociera la técnica de izar las velas, era prácticamente imposible levantar una
carga pesada, como la de un cuerpo muerto, hasta el extremo de una verga. Por último, concédaseme una
observación más: para guindar a un hombre se necesita que quien tira pese bastante más que el que hay
que levantar. Para izar al pobre marqués debían de ser al menos dos, puesto que la polea usada era de una
sola vuelta y la joven víctima era de complexión robusta. Todas estas sospechas tomadas una a una
seguramente no constituían una prueba ni indicaban un responsable, pero eran suficientes para limitar el
campo de los posibles homicidas y dar crédito a algunas dudas. Al final, fue el Gran Limosnero de Su
Señoría quien, sin saberlo, nos ofreció el primer indicio seguro. Monseñor Ottaviano da Melzo nos contó,
mientras estaba en la cocina degustando un inmejorable manjar...
El señor Duque, a pesar de la gravedad del momento, logró sonreír conociendo perfectamente la
glotonería del prelado.
-Nos contó, decía, un episodio en contraste evidente con lo que la circasiana iba insinuando. La
muchacha decía a todos que, la noche en que su carraca estaba llegando a Pisa con el segundo muerto
apoyado a la vela, había visto a Antonio Carazzofo -explicó mientras señalaba al Cómitre Principal de los
arqueros- con algunos de sus hombres rondar furtivamente por el puente de la nave transportando algo
que podía ser un cadáver.
El jefe de los arqueros empalideció de golpe y comenzó a sentirse incómodo en su escabel.
-Pues bien, Monseñor con toda seguridad afirmaba precisamente lo contrario; que durante toda la noche
hasta casi el alba, cuando se produjo el encuentro con los sarracenos, micer Carazzolo no se había movido
del puente bajo la cubierta, donde estuvo jugando y ganando sin parar. La circunstancia fue confirmada
por otros testigos.
El rostro del jefe de los arqueros se relajó con una sonrisa liberadora, aunque para entonces grandes
gotas de sudor le resbalaban por la cara y el cuello.
-Por tanto, nos preguntábamos por qué la circasiana mentía tratando de echar la culpa del homicidio
sobre los hombres del Ducado. Con licencia de Su Señoría hablaré de anoche y de la muerte del caballero
Stampa, al que encontraron semidesnudo, sobre un lecho de paramentos sagrados. Nosotros sabíamos
que, atenazado por el miedo, llevaba una cota de acero bajo el coselete pero, cuando apareció el cadáver,
la cota estaba apoyada y bien colocada sobre un sillón cercano. Alguien lo había inducido a quitársela.
Era imaginable que se tratara de una mujer que le había prometido sus dones, una de la que se fiaba.
Resulta evidente que, borracho como estaba, un cómplice lo apuñaló por la espalda mientras se disponía a
hacerlo. Nosotros logramos saber que las víctimas siempre fueron vistas con vida por última vez en
compañía de Zane dei Roselli o de la circasiana y, además, los asesinatos siempre se habían consumado
cuando los jóvenes estaban ebrios. Y lo mismo sucedió con el quinto crimen. Para finalizar, el señor
conde Sanseverino evitó que nuestro amado señor duque Gian Galeazzo también fuera envenenado.
Caiazzo, muy sorprendido, extendió los brazos y frunció la boca como dando a entender que no sabía
nada.
-Y el episodio ocurrió una vez más en la cocina. El señor conde tuvo una conversación con el maestro
Ambrogio da Rosate. El alquimista le explicó los tipos de veneno que podían usarse para cometer
homicidios, habló de los olores y de las características de cada tóxico. Algunas de sus frases las oyeron
por casualidad esos indiscretos de los sirvientes -aclaró con diplomacia Trotti-, se propagaron por la
cocina y, una vez más por casualidad, llegaron a los oídos de maese Stefano, que acto seguido castigó al
entrometido por haberlas escuchado. Y esta noche, al final del banquete, mientras vigilábamos al
veneciano y a su compañera, maese Stefano oyó del paje escanciador que el hipocrás del brindis olía
fuertemente a almendras. ¡Pero el brindis final de un festín de bodas debía hacerse, como siempre, con el
hipocrás de rosas! Al mismo tiempo, yo había advertido las zalamerías y las artimañas, un tanto
sospechosas, de la circasiana con el paje. Para nuestra fortuna, vuestro Gran Cocinero recordó con
prontitud que lo que olía a almendras era el polvo de Nápoles y enseguida se dio cuenta de que la vida de
su señor, el duque Gian Galeazzo, estaba en peligro mortal y con él la misma existencia del Ducado 
Trotti cargó el acento sobre esta última frase, porque sabía que así impresionaba al Moro, y prosiguió -
Entendió que debía salvar al señor Duque a toda costa. Ya no había tiempo, y yo mismo lo alenté. Y así
realizó ese gesto irreverente, pero bendito, que sorprendió a todos. Esto es lo que hemos descubierto, pero
los motivos de tales crímenes nos resultan aún desconocidos. El Gran Cocinero y vuestro humildísimo
servidor seguimos preguntándonos por qué el asesino no se limitaba a matar sino que, a riesgo de ser
desenmascarado, daba espectacularidad a sus crímenes.
El señor duque Ludovico estaba cada vez más atento.
-Fue el veneciano quien nos proporcionó la primera clave para resolver este misterio. Ahora sabemos [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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