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calderos...? Lo que debían tener era más afición al trabajo y temor a Dios.
No todo había de ser pescar anguilas, pasando las horas sentados en una
barca, como mujeres, y comer carne blancuzca que olía a barro. Así esta-
ban de enmohecidos y pecadores, que daban asco. El hombre que es
hombre, ¡cordones! debía ganarse como él la comida... ¡a tiros...!
Después de Pascua Florida, cuando todo el Palmar vaciaba su saco de
pecados en el confesonario, menudeaban los escopetazos en la Dehesa y
en el lago, y los guardas iban locos de un lado a otro, sin poder adivinar
a qué obedecía este furor repentino por la caza.
Terminó la misa, y la muchedumbre se esparció por la plazoleta. Las
mujeres no volvían a sus barracas para preparar el caldero de mediodía.
Se quedaban con los hombres frente a la escuela, donde se verificaba el
sorteo: el mejor edificio del Palmar, el único con dos pisos, una casita que
tenia abajo el departamento de los niños y arriba el de las niñas. En el
piso superior se verificaba la ceremonia, y al través de las ventanas
abiertas se veía al alguacil, ayudado por Sangonera, arreglar la mesa con
el sillón presidencial para el señor que vendría de Valencia y los bancos
de las dos escuelas para los pescadores miembros de la Comunidad.
Los más viejos del pueblo se agrupaban junto al olivo retorcido y de
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Cañas y barro
escasas hojas, único adorno de la plaza. Este árbol raquítico y antiguo,
arrancado de las montañas para languidecer en un suelo de barro, era el
punto de reunión del pueblo, el sitio donde se desarrollaban todos los
actos de su vida civil. Bajo sus ramas se hacían los tratos de la pesca, se
cambiaban las barcas y se vendían las anguilas a los revendedores de la
ciudad. Cuando alguien encontraba en aguas de la Albufera un mornell
abandonado, una percha flotando o cualquier otro útil de pesca, lo deja-
ba al pie del olivo, y la gente desfilaba ante él, hasta que el dueño lo
reconocía por la marca especial que cada pescador ponía a sus útiles.
Todos hablaban del próximo sorteo con la emoción temblorosa del que
confía su porvenir al azar. Antes de una hora iba a decidirse para cada
uno la miseria de un año o la abundancia. En los corrillos se hablaba de
los seis primeros puestos, de los seis redolins mejores, los únicos que
podían hacer rico a un pescador, y que correspondían a los seis primeros
nombres que salían de la bolsa. Eran los puestos de la Sequiota, o los
inmediatos a ella, el camino que seguían las anguilas en las noches tem-
pestuosas, huyendo hacia el mar, para encontrarse con las redes de los
redolins, donde quedaban prisioneras.
Se recordaba con misterio a ciertos afortunados pescadores, dueños de
un puesto de la Sequiota, que en una noche de tempestad, cuando
alborotada la Albufera se rizaba en ondas que dejaban al descubierto el
barro del fondo, habían cogido seiscientas arrobas de pesca. ¡Seiscientas
arrobas, a dos duros...! Brillaban los ojos con el fuego de la codicia, pero
todos se hablaban al oído, repitiendo misteriosamente las cifras de la
pesca, temiendo que les oyese alguien que no fuera del Palmar, pues
desde pequeño cada cual aprendía, con extraña solidaridad, la conve-
niencia de decir que se pescaba poco, para que la Hacienda -aquella
señora desconocida y voraz- no les afligiera con nuevos impuestos.
El tío Paloma hablaba de los tiempos pasados, cuando la gente no se
multiplicaba como los conejos de la Dehesa y sólo entraban en el sorteo
unos sesenta pescadores, únicos que constituían la Comunidad.
¿Cuántos eran ahora? En el sorteo del año anterior habían figurado más
de ciento cincuenta. Si continuaba creciendo la población, serían más los
pescadores que las anguilas y perderla el Palmar las ventajas de su priv-
ilegio de los redolins, que le daba cierta superioridad sobre los otros
pescadores del lago.
El recuerdo de estos «otros», de los pescadores de Catarroja, que com-
partían con los del Palmar el disfrute de la Albufera, ponía nervioso al tío
Paloma. Los odiaba tanto como a los agricultores que roían el agua cre-
ando nuevos campos. Según decía el barquero, aquellos pescadores que
vivían lejos del lago, en las afueras de Catarroja, mezclados con los
labradores y trabajando la tierra cuando se pagaban bien los jornales, no [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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