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de malicia le enviase el cielo la salud de gracia.
Con nueva suspensión quedó el corregidor de oír las discretas razones de la gitanilla, y que ya, si
no fuera por no dar indicios de flaqueza, le acompañara en sus lágrimas.
En tanto que esto pasaba, estaba la gitana vieja considerando grandes, muchas y diversas cosas;
y, al cabo de toda esta suspensión y imaginación, dijo:
 Espérenme vuesas mercedes, señores míos, un poco, que yo haré que estos llantos se convier-
tan en risa, aunque a mí me cueste la vida.
Y así, con ligero paso, se salió de donde estaba, dejando a los presentes confusos con lo que di-
cho había. En tanto, pues, que ella volvía, nunca dejó Preciosa las lágrimas ni los ruegos de que se
entretuviese la causa de su esposo, con intención de avisar a su padre que viniese a entender en
ella. Volvió la gitana con un pequeño cofre debajo del brazo, y dijo al corregidor que con su mujer y
ella se entrasen en un aposento, que tenía grandes cosas que decirles en secreto. El corregidor,
creyendo que algunos hurtos de los gitanos quería descubrirle, por tenerle propicio en el pleito del
preso, al momento se retiró con ella y con su mujer en su recámara, adonde la gitana, hincándose
de rodillas ante los dos, les dijo:
 Si las buenas nuevas que os quiero dar, señores, no merecieren alcanzar en albricias el perdón
de un gran pecado mío, aquí estoy para recebir el castigo que quisiéredes darme; pero antes que
le confiese quiero que me digáis, señores, primero, si conocéis estas joyas.
Y, descubriendo un cofrecico donde venían las de Preciosa, se le puso en las manos al corregidor,
y, en abriéndole, vio aquellos dijes pueriles; pero no cayó [en] lo que podían significar. Mirólos tam-
bién la corregidora, pero tampoco dio en la cuenta; sólo dijo:
 Estos son adornos de alguna pequeña criatura.
 Así es la verdad  dijo la gitana ; y de qué criatura sean lo dice ese escrito que está en ese papel
doblado.
Abrióle con priesa el corregidor y leyó que decía:
Llamábase la niña doña Constanza de Azevedo y de Meneses; su madre, doña Guiomar de Mene-
ses, y su padre, don Fernando de Azevedo, caballero del hábito de Calatrava. Desparecíla día de
la Ascensión del Señor, a las ocho de la mañana, del año de mil y quinientos y noventa y cinco.
Traía la niña puestos estos brincos que en este cofre están guardados.
Apenas hubo oído la corregidora las razones del papel, cuando reconoció los brincos, se los puso a
la boca, y, dándoles infinitos besos, se cayó desmayada. Acudió el corregidor a ella, antes que a
preguntar a la gitana por su hija, y, habiendo vuelto en sí, dijo:
 Mujer buena, antes ángel que gitana, ¿adónde está el dueño, digo la criatura cuyos eran estos
dijes?
 ¿Adónde, señora?  respondió la gitana . En vuestra casa la tenéis: aquella gitanica que os sacó
las lágrimas de los ojos es su dueño, y es sin duda alguna vuestra hija; que yo la hurté en Madrid
de vuestra casa el día y hora que ese papel dice.
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Oyendo esto la turbada señora, soltó los chapines, y desalada y corriendo salió a la sala adonde
había dejado a Preciosa, y hallóla rodeada de sus doncellas y criadas, todavía llorando. Arremetió
a ella, y, sin decirle nada, con gran priesa le desabrochó el pecho y miró si tenía debajo de la teta
izquierda una señal pequeña, a modo de lunar blanco, con que había nacido, y hallóle ya grande,
que con el tiempo se había dilatado. Luego, con la misma celeridad, la descalzó, y descubrió un pie
de nieve y de marfil, hecho a torno, y vio en él lo que buscaba, que era que los dos dedos últimos
del pie derecho se trababan el uno con el otro por medio con un poquito de carne, la cual, cuando
niña, nunca se la habían querido cortar por no darle pesadumbre. El pecho, los dedos, los brincos,
el día señalado del hurto, la confesión de la gitana y el sobresalto y alegría que habían recebido
sus padres cuando la vieron, con toda verdad confirmaron en el alma de la corregidora ser Precio-
sa su hija. Y así, cogiéndola en sus brazos, se volvió con ella adonde el corregidor y la gitana esta-
ban.
Iba Preciosa confusa, que no sabía a qué efeto se habían hecho con ella aquellas diligencias; y
más, viéndose llevar en brazos de la corregidora, y que le daba de un beso hasta ciento. Llegó, en
fin, con la preciosa carga doña Guiomar a la presencia de su marido, y, trasladándola de sus bra-
zos a los del corregidor, le dijo:
 Recebid, señor, a vuestra hija Costanza, que ésta es sin duda; no lo dudéis, señor, en ningún [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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